La inteligencia artificial no nos hace tontos: ya veníamos siéndolo desde hace tiempo

¿Creemos realmente que la inteligencia artificial es el enemigo? ¿Que ChatGPT es el culpable de que cada vez menos jóvenes lean un libro completo? ¿Será culpa de los asistentes virtuales que muchos no sepan ubicar un país en el mapa?
El verdadero problema está en nosotros, en nuestra cultura, en el abandono del pensamiento crítico, en cómo los padres renuncian a la crianza real por unos minutos de silencio con videos de TikTok, en cómo una generación entera parece haber dejado de pensar por sí misma.
Vivimos tiempos en los que lo urgente aplasta a lo importante. Donde lo inmediato vale más que lo correcto. "Lo importante es hacerlo", se dice... ¿Y la excelencia? ¿Y la calidad? ¿Y el aprendizaje real? El objetivo parece ser responder rápido, no entender mejor. "Terminé la carrera, pero no sé nada" es una frase que se escucha con frecuencia. Lo vemos en estudiantes que copian y pegan respuestas generadas por IA sin siquiera cuestionarlas, o peor aún, sin siquiera leerlas, en jóvenes que repiten argumentos de influencers como si fueran dogmas ¿Dónde quedó el pensamiento crítico, esa chispa que nos hace verdaderamente humanos? Las redes sociales premian las opiniones sin contexto, la velocidad del like ha reemplazado al análisis pausado. Pero eso, más que un problema tecnológico, es una crisis cultural.
La inteligencia artificial, como toda herramienta puede ser útil o destructiva. Puede ayudarnos a crear, aprender, investigar… o puede convertirse en la excusa perfecta para dejar de pensar. Lo preocupante no es que una máquina responda por nosotros, sino que no tengamos el mínimo interés en cuestionar si lo que dice tiene sentido. Porque el pensamiento crítico no se delega, se entrena. Y eso es justo lo que más falta hoy.
Pero esta renuncia al pensamiento no empezó con la IA, viene de antes, de un sistema educativo que premia la memorización y castiga la duda, de una sociedad que fomenta la opinión fácil y la indignación rápida, de políticos que se aprovechan de ese adormecimiento intelectual para manipular con discursos simplones y promesas vacías, y de jóvenes que en lugar de rebelarse con ideas, se someten con eslóganes.
Hoy más que nunca necesitamos jóvenes que piensen, no que repitan, que duden, que cuestionen, que se incomoden, que usen la tecnología como una aliada, no como una niñera. Porque en un mundo lleno de ruido, la capacidad de pensar con claridad se vuelve un acto revolucionario.
Pensar no debería ser un lujo. Debería ser una urgencia.